29/4/09

Micro-funa, segunda parte

La historia de Edwards me trajo a la memoria otra acción justiciera que realicé hace muchos años atrás, andando en Metro. Íbamos con mi hermano camino a casa de nuestros padres. Se liberaron dos asientos al lado nuestro y los ocupamos en breve. Entonces él me dijo, una vez sentados, que el tipo canoso y encorbatado de pie junto a nosotros era Rolf Lüders. Me lo dijo en jerigonza para que no nos entendieran.
- Epesepe viepejopo epes Ro-polf Lu-pu-de-pers, dijo pronunciando lentamente el nombre para no enredarse con el trabalenguas.
- ¿Quiépen?, respondí.
- Ro-polf Lu-pu-de-pers, insistió, cuidando su pronunciación.
Hay casos en que los códigos no sirven para encriptar un mensaje. En éste, en concreto, al revés de lo que mi hermano pretendía, la sonoridad del nombre propio se mantuvo casi intacta a pesar de la jerigonza, y el personaje se sintió interpelado y se giró a mirarnos. Para peor, se produjo otro fiasco que es que yo no logré descifrar el nombre del susodicho. En otras palabras, la estrategia de mi hermano falló por donde se la mire. Y como el tipo no nos quitaba la vista de encima, mi hermano se puso incómodo y me susurró “huevón”, como culpándome por la situación.
Yo no quería dejar la cosa a medias y le respondí “repepipitepe epel nopombrepe”. Entonces él decidió cambiar de clave y desempolvar viejos recuerdos de cuando éramos escultistas.
- Ruin ocioso libre feliz, libre único didáctico excepcional rápido sincero, recitó.
Me costó descifrarlo pues me pilló de sorpresa y de primeras no retuve las iniciales. Levanté los hombros en señal de incertidumbre. Repitió su mensaje. Entonces por fin capté su nombre. No era la primera vez que oía hablar de aquella persona pero su historia no me reflotaba para nada. Y como no me manejaba bien con la clave de los adjetivos, decidí jugar al "verre", sistema que solíamos usar cuando pequeños para evitar que nuestros padres entendieran nuestras conversaciones.
- ¿El sinoase? ¿El eneicé?, dije, en lugar de “asesino” y “CNI”.
- ¡No! El dronla, el que se borró llonesmi en los ñosas chentao, me corrigió.
Ahí recobré la memoria, no la de los años ochenta cuando yo aún era un niño preocupado de los dibujos animados, sino que la de mis tiempos de universitario, cuando me tocó estudiar las privatizaciones y la Crisis de la Deuda. Este tipo había sido Ministro de Hacienda y de Economía de Pinochet y se lo acusaba de una estafa millonaria que hizo quebrar al Banco de Chile. Incluso pasó una temporada en la cárcel. Pero después le echaron tierra al asunto y la causa permaneció inmóvil por más de veinte años, hasta que le absolvieron.
Para cuando logré resolver las adivinanzas que me atareaban, el tren se estaba deteniendo en nuestra estación. Mi hermano y yo nos pusimos de pie para dirigirnos hacia la puerta del carro y el tipo aprovechó de ocupar mi puesto. Respiré hondo y me hice de valor para encararlo pues nada me frustra más que toparme con los oscurantistas de la dictadura y dejarlos circular impunemente por la vida. Entonces me hice el sorprendido de verlo, como si le conociera íntimamente, y lo saludé de palabra con un sonoro “¡Rolf Lüders, tanto tiempo!”. Él comprendió de inmediato mis intenciones y se giró hacia la ventanilla, no dándose por aludido. Pero yo ya había comenzado mi performance y había gente que me miraba, y que lo miraba a él, por voyerismo o porque su nombre no les resultaba del todo extraño.
- ¿Cuándo saliste de la cárcel?, agregué, apuntándole con el dedo para aclararle las dudas a un par de pasajeros que me miraba como preguntando que a quién me estaba yo dirigiendo. Y cuando ya habíamos salido del carro y estábamos parados en el andén, me puse frente a su ventana y lancé mi última estocada, a grito pelado.
- ¿Devolviste la plata que te robaste durante la dictadura?
Mi hermano se retorcía de una carcajada nerviosa, a mí me temblaban las piernas, y dentro del tren quedaban varios pasajeros atónitos y unos pocos sonrientes que discretamente me hicieron señas de complicidad. Recién cuando se terminaron de cerrar las puertas del carro comenzó a deshacérseme el nudo en el estómago y pude respirar plenamente. Llegamos adonde mis padres excitados y aún algo nerviosos. Por el camino, de tanto reírnos recordando los detalles de la anécdota, me meé ligeramente los pantalones.

Micro-funa, primera parte

El otro día me encontré a Agustín Edwards en una de esas clínicas hoteleras del barrio alto de Santiago. Se le veía sano, el viejo es alto, camina rápido. De seguro andaba visitando a alguien. Nos encontramos de frente, yo saliendo del ascensor, y él entrando. Lo seguía un guardaespaldas. Nuestras caras estuvieron a pocos centímetros la una de la otra durante un pequeño lapso de tiempo y, justo cuando se alinearon nuestras miradas, le dije, despacito pero crudamente, en algo más que un murmullo, “viejo asqueroso”. Nos sostuvimos la mirada otro par de segundos, la mía fue más penetrante que la suya, no por eso con aspavientos de odio, sólo con seguridad. La suya fue una mirada débil, la situación no se le hizo cómoda pero tampoco reaccionó.
El guardaespaldas ni nadie vio ni oyó nada, fue algo que sucedió entre Edwards y yo. Fue una comunicación cerrada, privada, secreta. Duró sólo segundos pero él y yo construimos en ese instante un vínculo directo y exclusivo. Un sistema clausurado, un puente entre su consciencia y la mía. Y yo invadí su territorio, gané gracias a mi anonimato, a la sorpresa, a mi discreción, a mi hipocresía. Dentro de ese micro-mundo de rapidez, de susurro, de adaptabilidad, sus dólares, su periódico, sus contactos, no sirven de nada. En ese espacio él está sólo y desamparado.
Después de eso me sentí liviano y tomé el pasillo caminando con la espalda recta y a zancadas, sonriente. Me desabroché un botón de la camisa desnudando un poco el pecho, estaba acalorado. Me llené de energía, me atravesó los músculos una cosquilla de éxito. Fui asertivo, fui impío, fui sutil. Él, en cambio, se adentró en una angustia oscura, claustrofóbica, metálica, durante los seis segundos interminables que duró su descenso al primer piso. ¿Quién es ese tipo?, se preguntó. ¿Qué sabe de mí? ¿Porqué no levantó la voz? ¿Lo tenía planeado?
Al día siguiente nos enfrentamos de nuevo, cruzando en sentidos contrarios una mampara que separa la unidad de recuperación de la sala de espera. Nuevamente yo salía y él entraba. Nuestras miradas se volvieron a topar. Yo sonreí suave pero perversamente, no con la boca sino con los ojos. A él se le levantaron las cejas de impresión pero fue incapaz de decir palabra. ¿Qué me va a decir ahora?, pensó. ¿De qué me va a acusar? ¿Porqué no dice nada? No atinó a seguir caminando, sólo a desviar la vista. Yo me detuve a sostenerle la hoja de la puerta a la mujer que lo acompañaba. Me sentía a mis anchas mientras él se encogía en la incomodidad del reencuentro, queriendo alejarse y dejarme en el olvido. Pero nuestro micro-mundo ya lo habíamos creado la primera vez que nos vimos y la relación perduraba, como una conjura. La mujer lo hizo reaccionar, le dijo “entremos”, y él atinó a avanzar, con paso rendido, como un animal que, cada noche, es encerrado en su establo. Se enclaustró en sus pensamientos, en su conciencia sucia, en el miedo a la soledad, en su vida mohosa. Yo salí a la calle a caminar bajo el sol, a pensar en lo que haría esa noche, en quiénes vería, en cómo les contaría de mi venganza en contra del traidor, del cómplice de Pinochet, del mozo de la CIA, y de la miseria humana que representa.