15/3/09

El guaifai, segunda parte

Mientras voy en búsqueda del director suplente decido que no daré vueltas alrededor del asunto sino que iré directamente al grano. Me retraigo de mis pensamientos anteriores y decido que no conviene que descuide el trato. Me inclino a pensar que la cortesía no es una traba para exigir, como ciudadano, un servicio decente. Y creo que la primera regla para que un servicio pueda considerarse decente es la claridad de sus decisiones. Estoy convencido que siguiendo estos principios sólidos como una montaña lograré obtener lo que busco: una cuenta de acceso a Internet de larga duración, acorde a las necesidades de mi investigación.

El director suplente es una persona aparentemente culta. Es diestro en gestos erudito de cejas y ojos y proclive al uso de palabras vinosas para referir cuestiones banales. Por tercera vez durante esa mañana, repito el ritual del saludo afable y sintetizo las circunstancias que me llevan a solicitar su atención. A diferencia de mis anteriores interlocutores, a éste le doy a entender que ante mis ojos él es una persona con poder, no como aquellas con quienes he conversado anteriormente. Entonces, inflado quizás por mi oficiosidad, me dicta una cátedra enredada y fuera de tema sobre los esfuerzos y logros de la administración de la biblioteca.

- Debe saber usted que esta es una tarea muy difícil e ingrata, no sólo por la falta de recursos sino además por la poca educación de los usuarios. Nos roban los libros, nos rayan las mesas, se roban el papel higiénico de los baños.

- Me entristece oír lo que usted me cuenta y no dudo de las mejorías que ustedes han sido capaces de llevar a cabo, digo diplomáticamente.

- Pero estamos satisfechos, no es para menos. Aquí construimos sociedad, cultura, contamos con un equipo humano inestimable.

- Me he dado cuenta de eso…

- Claro que no tienen la preparación que quisiéramos, es muy difícil hoy en día.

- Sin duda, pero…

Y así pasan diez o quince minutos durante los cuales no logro poner mi tema sobre el tapete. Intento meterme en su fábula para cambiar el giro de la conversación y le digo algo relativo al rol de los usuarios en la mejoría del servicio y, precisamente, sobre la necesidad de contar con mayores tiempos de acceso al Internet inalámbrico.

- ¡Eso mismo quisiéramos nosotros!

- ¿Cómo hago para obtener un acceso de larga duración?

- Usted entenderá que yo no puedo disponer de privilegios para algunos, tenemos mucha demanda respecto de los computadores de las salas.

- No, yo me refiero al Internet inalámbrico, al wi-fi, yo traigo mi propio computador.

- Pues entonces vaya donde el encargado para que le habiliten una cuenta.

- Pero las cuentas son sólo de media hora diaria, yo necesito Internet permanentemente.

- Señor, esta biblioteca tiene horarios definidos, de nueve de la mañana a cinco y cuarto de la tarde.

- ¡Eso mismo! Un acceso de nueve de la mañana a cinco y cuarto de la tarde…

Me acerco a la meta ganando por medio cuerpo. El director suplente guarda silencio. No sé si fustigarlo o si darle respiro. Y entonces el hombre bate los párpados retomando su docta gestualidad y me mira por sobre el puente de los anteojos.

- ¿Sabe cuál es el problema? El consumo de luz. No estamos en condiciones de dar respuesta al consumo de luz que aquello conllevaría. Como le dije recién, aunque usted no me oyó, tenemos un bajo presupuesto.

- ¿A qué se refiere usted?

- A que no podemos tener encendido el sistema todo el día. Media hora es más que suficiente.
Nuevamente me siento atrapado en una conversación de idiotas.

- No entiendo de qué sistema me está hablando. ¿Se refiere usted al router?

Intento explicarle que dar media hora de acceso a Internet por persona no es lo mismo que tener el sistema encendido sólo media hora al día. Entonces obtengo por respuesta otra afirmación insólita.

- Mire, no digo que usted sea así, pero la gente que viene aquí se aprovecha, usa más de lo que corresponde: vienen a cargar los celulares, a usar los baños…

No puedo mantener por más tiempo mi actitud de ciudadano cortés. El hombre me obliga a mandarlo a la mierda. Definitivamente es utópico pensar en una ciudadanía respetuosa en un país plagado de funcionarios retrasados mentales. O se los insulta o no se llega a ninguna parte. Y aún insultándolos no se asegura un buen resultado, aunque al menos sirve para sobrellevar la estupidez circundante sin acudir al terapeuta.

- ¿No se les ha ocurrido cortar el agua de los baños y darla sólo media hora al día?, le digo en tono de burla. Eso representaría un ahorro considerable para su institución. Deberían pensarlo seriamente.

El hombre me clava su mirada, sus ojos han perdido la suficiencia intelectual y dibujan un guiño de enemistad. Arranca una página de la agenda de escritorio, escribe con parsimonia y luego me extiende el papel. Ha anotado el nombre y la dirección de la coordinadora regional de bibliotecas públicas.

- Vaya directamente a hablar con ella, su oficina está a dos cuadras de aquí. Pero le advierto que le dirá lo mismo que le acabo de decir yo.

- ¿Que no me pueden dar más tiempo de Internet porque la gente se roba el papel higiénico de los baños?

De un tirón me quita de las manos la hoja que me acaba de entregar, estampa en ella su firma, y me la devuelve como diciéndome “váyase”. Siento ganas de cagar y me dirijo hacia la puerta de salida. A medio camino se me arranca un pedo. Siempre he somatizado los malos momentos a través de la digestión. Antes de salir a la calle paso al baño.

Efectivamente no hay papel higiénico. El portarrollos, cerrado con candado, está vacío. Meto la mano dentro y palpo buscando el tubo de cartón que me saque de apuros. No hay nada. Si alguna vez efectivamente se han robado el papel, ahora el problema es que simplemente ya no lo reponen. Busco la mezquina hoja de agenda con las señas de la coordinadora regional de bibliotecas, memorizo la dirección y divido el papel en dos pedazos. No dejo de preguntarme qué sentido tenía haber garabateado su firma en ella.

12/3/09

El guaifai, primera parte

Iniciándose el primer mes hábil del año concurrí a la principal biblioteca pública de Valparaíso y más antigua biblioteca pública de Chile, situada frente a la plaza principal del puerto, con la intención de hacer de ese ilustre espacio mi lugar de trabajo por los siguientes tres meses. Se trata de un bellísimo y lujoso edificio de arquitectura europea de principios del siglo XX, atestado de mármol, de vitrales y de maderas nobles, que fue declarado Monumento Nacional hace una década. La biblioteca posee una colección de ochenta mil libros. Pero, al igual que sucede en otros ámbitos de nuestra vida nacional, los laureles grandilocuentes suelen ocultar la pequeñez que nos caracteriza.

En las tres salas habilitadas para público impera un bullicio insoportable. No son los escasos lectores los responsables, sino que los abundantes funcionarios. En el mesón de atención de la primera sala hay dos señoras que conversan a pleno pulmón mientras llenan con delicada caligrafía, sobre cartones fiscales, fichas para el catálogo bibliográfico. En Internet hay decenas de programas gratuitos de gestión bibliográfica, pero estas señoras y esta biblioteca se aferran con orgullo a su anticuado, engorroso y caro sistema de cajoneras. Mientras una habla, la otra llena fichas. Después de pasar cinco minutos de pie frente al escritorio esperando para ser atendido, me atrevo a interrumpirlas. En voz baja las saludo gentilmente y les presento mis excusas por la molestia que pudiera causarles mi necesidad de información. Evitando los tecnicismos, les explico que deseo saber cómo conectarme a Internet con mi computadora portátil. Una de ellas me responde, displicente y con vozarrón de profesora de educación básica, que busque un enchufe y me instale cerca de él, según el largo de mi cable. Entonces iniciamos una conversación absurda, yo creyendo entender que debo conectarme a través de un cable de red, ella creyendo que el acceso a Internet va de suyo con sólo enchufar la computadora a la toma de corriente. Cuando la incomunicación se hace evidente y ella me sonríe burlescamente como si yo fuera un gringo extraviado que busca la casa de Neruda, me sugiere ir a conversar con “el encargado de Internet” en la sala de lectura del segundo piso.

Subo las anchas escaleras en curva. En la sala de lectura se repite parte de la escena del primer piso. Detrás de un mesón hay dos señoras que conversan en voz alta. Éstas, en lugar de llenar fichas, se liman las uñas. Al otro extremo de la sala, “el encargado”, de pie, con un papel en la mano, grita: “Se acabó la media hora, desocupar los computadores dos, seis, siete y ocho. Matilde, Esteban, Carlos y René pasen a los computadores dos, seis, siete y ocho”. Espero a que termine su labor de mandamás y lo abordo para plantearle mis preguntas. Él responde mecánicamente que debo llenar un formulario de inscripción y presentar mi cédula de identidad, luego obtendré una clave de acceso inalámbrico a Internet válida por media hora diaria. Le pido un acceso de mayor duración, le explico que mi trabajo de investigación así lo requiere.

- No va a poder ser, me responde.

Le pido que me dé una razón. En lugar de eso emite una ordenanza con aires de general.

- Es así no más. Si le gusta, tómelo, sino… no lo tome.

Supongo que se acobardó a media frase. Decido hacerle saber que es un cretino.

- ¿Está permitido hablar por celular dentro de la sala?

- ¡No! Esta es una sala de lectura. Aquí se viene a trabajar en silencio.

Cayó en la trampa, desbordando soberbia.

- ¿Y, entonces, usted porqué grita como si esto fuera una feria?

Me dirige una mirada torva y me aconseja buscar al director suplente de la biblioteca, en el primer piso.

Mientras vuelvo a tomar las imponentes escaleras decido dejar de lado la cortesía y adoptar actitud de ciudadano. El “no va a poder ser” y el “es así no más” me ponen frente al país que detesto, este donde las cosas no se explican sino que se dan por hechas, donde los ciudadanos se pliegan ante la burocracia, donde prima el “tómelo o déjelo”, donde “el encargado” está por sobre las reglas, donde el mármol esconde la precariedad de los servicios y las bibliotecas esconden la ignorancia de sus funcionarios.