4/6/09

Periodistas y nanas: ¿quiénes son los inescrupulosos?

(Las) Muchas nanas chilenas llevan décadas intentando que se las denomine por su oficio, asesoras del hogar o empleadas domésticas, y no mediante el coloquialismo nana que, aunque pueda parecer simpático o se pueda legitimar por su extendido uso, encarna una larga historia de semi esclavitud femenina. Es una forma de profesionalizar el trato y recuperar la dignidad.

Entendiendo que la etimología de las palabras se explica en forma multicausal, nana podría venir del quechua ñaña (hermana mayor), ser una onomatopeya del arrullo a un niño, una verbalización infantil, un derivado de la voz quechua nánay (dolor), tener raíces en el latin nanus (enano) o tardías en el inglés nanny (niñera), y cuántas más.

Las nanas de hoy son la expresión moderna de una función largamente asignada a las mujeres en la historia, presente en la sociedad de castas Inca, en el tradicionalismo hispano, y en las Américas hacendada, oligárquica y de clases. Ellas son una actualización del sacrifio femenino impuesto en beneficio de otro u otros, a las madres hacia sus hijos varones, a las hermanas hacia sus hermanos menores y varones mayores, a las mujeres de castas inferiores y clases pobres hacia sus amos o patrones, a las indias hacia sus pacificadores. Las nanas son una manifestación salarial de esa explotación originaria.

En Chile, con relativa recurrencia se elaboran reportajes polémicos en torno a las nanas, exquisito objeto para las cámaras ocultas. La voz expropiada de la sociedad, la prensa, se pregunta acerca de cuan bien o cuan mal están cumpliendo su tarea estas mujeres, lapida a las que abusan de un niño a su cuidado y a las que violan la sacrosanta propiedad privada de sus empleadores, y honra a las que incurren en sacrificios suplementarios. Este es el esquema del último de estos trabajos periodísticos que veremos hoy jueves en Megavisión: una nana que amenaza al niño autista con un encendedor para que coma, una nana que se prepara un bigoteado con los restos de la fiesta de sus patrones y cierra la escena empinándose unos tragos directo de la botella, una nana que cumple correctamente con sus quehaceres a pesar de ser una mujer golpeada en su casa.

Los reportajes de denuncia suelen generalizar a concho. Si no lo hicieran, sus autores y sus colegas estarían obligados a reconocer que sus investigaciones periodísticas carecen de sistematicidad. Estarían obligados a reconocer que en el periodismo mediático sólo alcanza para tomar dos casos aquí, uno acá y otro acullá y simular que se está mostrando un cuadro entero. No hay tiempo, plata, paciencia ni aptitudes para hacerlo de mejor forma, ni hay permiso del jefe. Hay otros intereses que influyen solapadamente la más de las veces. El reportaje periodístico debe forzar al máximo los recursos comunicativos (audio, imagen, voz en off y música de fondo, recreaciones, repetición de imágenes impactantes, referencias típicas) para entregar conclusiones redondas, ideas manejables y sensación de coherencia.

El inminente reportaje sobre las nanas se titula “fraude puertas adentro”. Puertas adentro es el término que se usa para evitar decir que la nana no tiene casa o que está a quinientos kilómetros de su casa familiar y vive en el cuartucho pegado a la cocina de sus patrones. La nana puertas adentro es la que en la práctica no tiene horario fijo de trabajo, a la que se puede joder a cualquier hora del día y de la noche, a la que se le dan salidas como la dominical de los presos.

A partir de diez o veinte casos seleccionados por su capacidad de encaje en el tenor de la nota, y aunque fueran cien, este reportaje va a pretender sintetizar el comportamiento “inescrupuloso” de mas de trescientas mil empleadas domésticas que hay en el país. Ninguna frase de buena crianza que se nos ofrezca, como “no queremos generalizar” o “no es el caso para todas las nanas”, va a subsanar el efecto estigmatizador de fondo. Tampoco que se dedique una parte del reportaje a las agencias de empleo doméstico. El daño general de imágen tiene lugar.

Desde hace décadas, las nanas organizadas han batallado para romper el registro de la servidumbre y hacerse valer como trabajadoras con derechos. Han conquistado que se les respete el derecho al descanso, a los feriados, mejoras de salario, pago de imposiciones, seguro de desempleo. Es una lucha en curso que tiene muchos retrocesos tambien, y que ha sido recogida en otros puntos del planeta como casos de estudio sobre la sindicalización y las políticas de equidad. Pero mucho de este trabajo de reconocimiento se pierde por culpa de reportajes como éste que las reduce nuevamente a una posición servil y a un enjuiciamiento implacable y generalizador.

Además hay cuestiones éticas sobre la televigilancia y sobre la difusión de esas imágenes que hacen a este reportaje merecedor de repudio. Primero, una persona sí tiene el derecho a instalar cámaras al interior de su casa pero la trabajadora, en tanto tal, tiene el derecho a ser informada oportunamente de ello. ¿Qué pasaría si la mina, estando sola en la casa donde labura, haciendo uso de su hora de almuerzo acodada a la mesa de la cocina, se hace una paja viendo tele? Probablemente, quienes vieran esas imágenes se reirían, se ruborizarían o se harían, a su vez, una paja. Pero a ninguno le recae el derecho de espiarla de esa manera. En cierta forma se le está mintiendo al hacerle creer que está sola espacial y ciberespacialmente, se está violando su vida privada. Si se instala cámaras, que se explote su capacidad disuasiva y no sorpresiva, ello sería una manera más eficaz y ecuánime de prevenir situaciones indeseadas.

Hay otro caso, el de la nana que se manda dos pencazos, uno bigoteado y otro abotellado. La periodista de bello nombre Catarí que participa en el reportaje dice que fue “bastante freak darse cuenta que estaba tomándose todos los conchitos. Mejor ni imaginarse qué pasaría si hubiera estado cuidando niños”. O sea, fue asqueroso pero no peligroso porque no estaba cuidando niños. En este caso, y en la cierta hipótesis anterior de que no se les advierte a estas mujeres que están siendo filmadas, por mucho mal gusto que haya en esas imágenes éstas no se deben difundir sin el consentimiento de esa trabajadora, por su derecho a la dignidad humana. Esto está más próximo de las cámaras ocultas en tono de chunga, en que por lo general se le pide autorización al payaso circunstancial para poderlo exhibir.

Luego, en el caso grave de un maltrato infantil o en caso de robo relevante, estas imágenes son medios de prueba para un juicio legal y debiesen difundirse durante éste en primer lugar e impedir que el circo romano de los medios prejuzgue el caso atávicamente. Y es que este tipo de periodismo de choque se arroga el derecho de utilizar, adelantadamente más encima, un vicio procedimental que por lo mismo le fue quitado al sistema penal: la concentración de los mandatos de investigación, de juicio y de condena. Estos periodistas de la inquisición “investigan” o, mejor dicho, recogen pruebas que sirvan para la narración que se quiere construir, relatan un enjuiciamiento ético y moral y presumen incalificadamente las consecuencias judiciales, y condenan a la inmisericordia a los acusados de sus historias. No es inócuo para la formación de certeza de un juez, la que nunca deja de ser un proceso subjetivo por infinito raciocinio científico que aplique, el lastre de los juicios mediáticos que llegan a su escritorio junto a determinadas causas.

Respecto de cómo se obtuvieron estas imágenes, se nos explica en la prensa que una empresa especializada en vigilancia de hogares las cedió a los creadores del reportaje. Aún cuando no se revele el nombre de esa empresa, se está ocultando el negocio que ella está haciendo al publicitar gratuitamente el producto durante largos minutos de televisión y cuantiosas páginas impresas, incentivando a un aumento del consumo de televigilancia doméstica. Sin duda, los interesados se justificarán, ex ante y ex post, aludiendo a una supuesta vocación de interés general. Dirán que es necesario y urgente que los padres de familia vean estas imágenes y se enteren de estas situaciones. Éste es un discurso que le hemos oído en otras circunstancias a la prensa, cuando ha intentado justificar otras cámaras ocultas en casos bullantes de polémica en que ha estado en juego algun Kino periodístico, como para lo de Spiniak.

¿Qué pasaría si instaláramos cámaras ocultas y micrófonos a los parlamentarios en sus oficinas? ¿Qué pasaría si lo hiciéramos en los cubículos y salas de pauta de los periodistas? ¿Qué pasaría si se lo hiciéramos a los obispos y a los curas en sus parroquias y conventos? ¿A los banqueros e inversores en sus salas de reuniones y de teleconferencia? ¿Cuántos polvos, macacas, maraqueos, jales, siestas, conciertos de peos, negocios engañosos, presiones indebidas, actos de corrupción, pedófilos, quedarían al descubierto? Pero eso nunca va a suceder, ¿cierto? Las cámaras se van a seguir poniendo donde puedan vigilar la base de la pirámide distributiva, al bencinero, a la cajera, a la nana.

Este reportaje es parte de un problema mayor, un problema de clase, de género, de igualdad ante la ley. Es una confirmación de que muchas ataduras sociales siguen tirantes y de que la prensa contribuye importantemente a que así sea. La capa de superhéroe que portan muchos periodistas no les sirve para aminorar su rol culpable.

13/5/09

Deplorando el veintiuno de mayo

Estudié en un colegio privado donde la efeméride más importante de todas era la conmemoración de la toma de la Bastilla que marca el inicio de la Revolución Francesa y de las vacaciones escolares de invierno. En las semanas previas a la interrupción de las clases, entre las lluvias y el frío, se llevaban a cabo ceremonias institucionales, concursos de artes plásticas, obras de teatro, proyecciones en 16mm y charlas de visitantes inesperados. Los profesores orientaban sus cursos y horarios en función de aquella evocación histórica. Nos hacían aprender algún pasaje de Los Miserables o alguna canción contestataria de época, escribir trabajos para los cursos de historia, de literatura o para la revista del colegio, o dibujar a girondinos y jacobinos discutiendo acaloradamente en la Asamblea. Un grupo de trabajos manuales fabricó una guillotina a escala real para el bicentenario.

Rememorar la rebelión de un pueblo contra su soberano, descuerar las tiranías, deslegitimar el poder religioso o estudiar la declaración universal de los derechos humanos no eran cuestiones banales en dictadura. Aquello era un evento pedagógico sumamente político y protestatario que sacaba de quicio a numerosos pinochetistas de la comunidad. Pero la mayoría del estudiantado nos sentíamos mobilizados y aprendíamos a tender un puente con la realidad política chilena. Por lo mismo, siempre miré con rechazo nuestras efemérides nacionales, escritas ellas por la historia militar, narradas para obedecer a la autoridad, represoras y no libertarias. Las principales celebraciones chilenas narran episodios que, a fin de cuenta, nos hablan de la victoria de las élites militares, políticas, religiosas y económicas. Son eventos de legitimación del poder. La excepción que confirma la regla es la conmemoración del Golpe de Estado de 1973 que, lejos de constituir un evento aglutinante, es objeto de una apasionada división entre dos proyectos de sociedad: la libertad versus la obediencia.

Desde siempre, la efeméride que más me ha violentado es la celebración de la Batalla Naval de Iquique, que dio inicio a la Guerra del Pacífico que le valió a Chile la apropiación de un vasto territorio, rico en guano y en salitre, otrora soberanía de Bolivia y del Perú, para su explotación por parte de capitales ingleses. Mediante esta guerra, Chile avanzó su frontera norte en más de seis paralelos, algo así como setecientos kilómetros, y despojó a Bolivia de sus cerca de trescientos kilómetros de costa y al Perú de otros tantos. Pero la invasión militar propiamente tal fue mucho más lejos. El ejército chileno llegó hasta la ciudad de Lima y más allá, a mil trescientos kilómetros al norte de su frontera original al sur de Antofagasta, y en su retirada asesinó y violó población civil y saqueó la ciudad despojándola de incuantificables riquezas. Algunas de ellas las vemos todos los días sin reparar en su procedencia. Muchas plazas chilenas están adornadas con estatuas de marmol y de bronce y con fuentes de agua en fierro forjado de preciosa hechura que hace poco más de un siglo formaban parte del paisaje urbano de Lima.

Justamente, por estos días, los liceanos chilenos se encuentran ensayando sus desfiles marciales con motivo de la conmemoración de esta guerra ocurrida hace ciento treinta años. En las ciudades y en los pueblos, con especial fervor en los puertos y aglomeraciones costeras del centro y norte del país, niños y adolescentes de liceos fiscales se calzan el correaje de cuero blanco por encima del uniforme escolar y empuñan tambores, flautines, tubas, cornetas, banderas patrias y cachiporras para salir a marchar por las calles al paso de retumbantes sones militares.



Por mi barrio han pasado diariamente durante la última semana y no he podido evitar salir a la calle a mirarlos. Van rigurosamente ordenados según edades y género. Los acompañan sus profesores quienes, avanzando y reculando a un costado de las columnas, les van dando consignas sobre la coreografía y el ritmo. Caminan media hora o tres cuartos de hora desde el liceo ubicado a medio cerro hasta la plaza de la Comandancia de la Armada. A los muchachos y muchachas se les ve concentrados en su tarea, orgullosos y bien erguidos. Hoy han desfilado bajo una intensa llovizna y no ha parecido importarles. De igual forma, desde hace poco más de un mes, se oyen coros y flautas dulces interpretando himnos militares durante las clases de música: uno de ellos es el himno de Yungay que reza “Cantemos la gloria del triunfo marcial que el pueblo Chileno obtuvo en Yungay”, en alusión a la victoria chilena en territorio peruano durante la Guerra contra la Confederación peruano-boliviana, antecedente directo de la Guerra del Salitre.

Ambos sucesos, la Toma de la Bastilla y la Batalla Naval de Iquique, representan mitos fundacionales para las naciones que las conmemoran. Para los franceses, aquella encarna la soberanía popular. Para los chilenos, ésta encarna la soberanía militar. Francia es un país cuyo factor de congregación es la política, la discusión, y la crítica al poder. Mediante sus mitos, el pueblo francés adquiere valor de ciudadano y se empodera de sus instituciones políticas. Chile, en cambio, es un país que se congrega en torno a la guerra en contra de sus vecinos y que construye su identidad nacional por rivalidad. El pueblo chileno adquiere valor de vasallo, se forma obedientemente detrás de sus emblemas de armas. Esto es válido también para el modo en que enfrentamos las competencias deportivas o los diferendos diplomáticos.

En pocos días más, las calles de esta ciudad porteña estarán ocupadas por militares de a de veras y por escolares militarizados. En sus cerros, cual cajas de resonancia, retumabarán arias de batalla e himnos nacionalistas. Los habitantes se transformarán en un público admirativo y orgulloso de este circo pulcro y poderoso que acompaña la cuenta pública anual que el presidente detalla ante el Congreso pleno. Como cada año, volveremos a dar vida a nuestra condición plebeya y a nuestro espíritu obediente. Lo único que me alivia es saber que en las calles aledañas al Parlamento habrá profesores en huelga y trabajadores sindicalizados gritando a los cuatro vientos sus reivindicaciones económicas y sus desacuerdos con el poder. Aunque las fuerzas del orden público los repriman violentamente, como es tradición, al menos habrá habido un sector del país para el cual desafiar políticamente a las autoridades importa más que el enaltecimiento de campañas militares que representan las peores expresiones del nacionalismo chileno y que rememoran los crímenes brutales, el expansionismo territorial, la exfoliación del patrimonio cultural y el poder del capital extranjero que fundan nuestra identidad chilena y nuestra precaria relación con bolivianos y peruanos. Quiera el futuro que algún día seamos capaces de repensar nuestra identidad nacional desde la civilidad y no más desde el militarismo.

11/5/09

Marco, ¡al pizarrón!

El símil que algunos iluminados hacen entre Marco y Obama es inaceptable. Marco no es un self made man, no emerge desde las minorías sociales y no tiene ni un ápice de la trayectoria y la experiencia políticas de Obama. Además, a diferencia de Obama, Marco es un personaje plagado de lagunas y de contradicciones ante la opinión pública. Que diga defender el derecho a la contradicción no da por cerrado el asunto pues él no le reconoce ese derecho a sus oponentes cuando les encara su incoherencia.

Hace días que quiero despelucar a Marco, no creo ser el único. No despelucar por despelucar, no por entretención, sino que porque se ha transformado en el filtro del análisis político y no sólo en su fetiche. Me deprime ver cómo pasan volando los temas que valen la pena sin que nadie los agarre y, a la inversa, cómo los comunicadores de este país atrapan al voleo huevás que no tienen ninguna relevancia. Marco se está posicionando exitosamente como pre-candidato y la opinión pública está construyendo un mito en torno suyo, sin dentrar a picar. Con los demás candidatos la cosa no es mejor pero, en revancha, sus trayectorias políticas son de mayor data y ya conocemos muchas de sus incógnitas.

De la cantidad de columnas, artículos y entrevistas que he leído por estos días, lo único que vale la pena son las palabras del viejo Uribe en las Últimas Noticias (9/5/9) . Uribe lo trata de prosaico, lo que en su lengua culta significa que tiene un discurso vulgar. Después de leer el décalogo programático de Marco, de revisar entrevistas recientes y pasadas, de leer el diálogo que publicaron con Ominami, de ver su documental sobre los héroes fatigados (francamente, los hallé a todos bastante enérgicos) y de saber de él par-ci, par-là, creo que su única proclama novedosa es el semi-presidencialismo. El resto es refrito concertacionista, reclamo generacional y farándula.

Proponer cambiar de sistema político es mil veces más osado que hablar de una Constitución del Bicentenario como hace Frei en eterna referencia implícita al lastre ilegítimo de Pinochet que, mal que mal, todo actor del juego político acepta. Una Constitución del Bicentenario puede significar, como hizo Lagos a menor escala, remodelar el boliche, pero difícilmente significará transformación estructural del régimen de poder, consenso obliga.

Simplificando a mango, en el régimen actual el Presidente tiene todos los resortes del Ejecutivo y el Parlamento le sirve, o no le sirve, para hacer aprobar las leyes que propone. El grueso de la política decisional es ámbito del Presidente y el gobierno entero hace de equipo suyo. Esto es lo que se ha dado en llamar la veta portaliana, que Pinochet resucitó y que Lagos supo usar a su medida. Marco, presidente de la comisión de régimen político de la Cámara, está seducido con la idea en estudio del semi-presidencialismo que consiste en crear interdependencias políticas entre el Parlamento y el Gobierno de modo de distribuir el poder real de decisión entre ambos órganos. Él piensa en el modelo francés, ese es su norte y su cuna, el país que admira y añora por sobre todas las cosas. No lo critico por ello.

Al recoger esta idea dentro de su programa, Marco está reivindicando la necesidad de politizar la política (que nadie lea redundancia en estas palabras). Su diagnóstico es que la política chilena (su funcionamiento institucional) posee una intensidad política demasiado baja (conflicto mínimo). Parto de la base que los cultos lectores entienden que “conflicto = caos” es una asociación degraciada del discurso pinochetista. Conflicto significa que las diferencias de posición se hacen explícitas, por oposición a consenso que significa que éstas se ocultan y se negocian entre cuatro paredes. El primero conlleva una política caliente, el segundo una política francamente gélida. Marco es de creencia republicana en este punto, no la de los elefantes gringos sino que la de herencia francesa que es también, por implate histórico, la nuestra. Marco piensa en la Constitución del veinticinco y no en una democracia participativa.

Aquel debiese ser el tema de fondo del debate electoral en este momento, o al menos uno de sus temas de fondo, y no la sumatoria de voladores de luces con que los precandidatos y sus coaliciones pretenden mantenernos entretenidos hasta diciembre (que la incorporación de jóvenes alternativos a los comandos de campaña, que cuántas chaquetas consiguió dar vuelta tal o cuál precadidato, que si va a participar o no del debate presidencial online, etc.). Pero en la política chilena, profundamente espectacularizada, y con los periodistas y los medios que tenemos, y que nos merecemos, no existe espacio para discutir cuestiones tan lateras, tan densas, tan cabezonas, que requerirían no de entrevistas de una plana o de notas televisivas de minuto y medio sino que de discusiones bien argumentadas y apoyadas en documentación de libre acceso, y sin los límites absurdos de tiempo ni las preguntas superficiales que el reporterismo impone bajo los argumentos de la novedad, la inmediatez o el rating. Esta es la verdad: tenemos bajo nuestras narices un debate fundamental, precioso, sobre el futuro político chileno pero no existe espacio en la cultura mediática ni en el intelecto chileno medio para recogerlo.

Otro tema de fondo es el económico. Marco se declara neoliberal, digámoslo con todas sus letras. Cree en la justeza de la libre oferta y demanda pero con Estado regulador. Esta es, precisamente, la opción mayoritaria dentro de la Concertación, incluso diría su mérito ideológico, pero a la vez es uno de los principales objetos de desilución de sus votantes históricos y de sus ex votantes. Marco aprehende la realidad a través de “minutas de veinte páginas”, como le contó al vomitivo Checho Hirane, pero el perraje ve con ojos propios que el libre mercado le da, efectivamente, acceso a múltiples bienes y oportunidades pero le quita, por cierto, seguridad económica a sus vidas, y quisiera el perraje, la mitad de la población, que esa ecuación fuera repensada.

La regulación y la supervisión estatal, por desgracia, no aseguran la redistribución económica sino chorreo de mayor o menor caudal según los ciclos económicos y el voluntarismo social del gobierno de turno. Por lo mismo, la famosa crisis económica actual no es un tema pasajero sino una cuestión que dice relación con la protección económica de la población y por ende con su desarrollo humano, ahora y en ciclos posteriores. A nadie le quepa duda que con esta crisis aumentará en Chile la desigualdad (quizás no la pobreza absoluta), aunque sea levemente, por la sencilla razón de que en los escenarios de contracción económica todos pierden, menos la riqueza concentrada. “Todos los animales son iguales, pero unos más que otros”.

Acerca de este menjunje que sin duda preocupa mucho a la ciudadanía, Marco no se ha pronunciado, que yo sepa. Él ostenta una adscripción al modelo económico pero no un análisis estructural ni coyuntural propio, a diferencia de la totalidad de los demás precandidatos presidenciales. Éstos representan opciones socioeconómicas claras. Piñera optaría por un Estado social voucher con mayores desregulación y privatizaciones, Frei y Zaldivar por una inflación semi-populista del margen de Estado social posible bajo una economía desocializada, Arrate, Navarro y Jiles por una refundación económica estadocéntrica.

A este respecto, Marco es una incógnita y la historia nos enseña que democracia política y justicia social corren por carriles separados. Su osadía y originalidad en temas políticos dice poco o nada acerca de su postura económica. Pueda ser que Marco encuentre la manera de profundizar sus definiciones, aprovechando su espíritu enfático y atractivo, si quiere convencer a los que ven la realidad con algunas vueltas de tuerca más.

4/5/09

Olor a viaje

En su último número (3/5/9), la revista Viajes de La Tercera nos propone varios apasionantes relatos de lectores que vinculan los viajes con los olores. Los premiados participantes de esta sección nos trasladan a un Brasil con olor a pasillo de frutas y verduras del supermercado, a una Cartagena mohosa como una residencial de la playa grande y a un Tahíti dulce como el aceite bronceador de moda. Motivado por esos incisivos testimonios, que dan cuenta de la profundidad que nos caracteriza, a los chilenos, cuando viajamos, he querido aportar otros relatos de gente que he tenido la oportunidad de entrevistar.

“Cada vez que siento olor a poto me acuerdo del metro de París, donde se mezclan todas las fragancias étnicas imaginables. Recuerdo que había gente que se tapaba discretamente la nariz, pero para mí ese olor a poto multiracial era una sensación nueva. A veces, en días asoleados, el aroma del Zanjón de la Aguada tiene cierto parecido, pero no es lo mismo.”
Ramón, viajó para el Mundial de Fútbol.

“El olor a meado de calle me trae al recuerdo cuando me asaltaron debajo de un paso sobre nivel en la ciudad de Brasilia, hace muchos años atrás. Decidí cruzar a pie del lado este al oeste de la ciudad caminando por laberintos que bordean las carreteras urbanas. Justo a la altura de dos grandes posas de evacuaciones corporales, donde el olor a amoníaco era más fuerte, dos tipos me quitaron el reloj, la cámara y el pasaporte.”
Luís, transportista.

“Mi marido me llevó de luna de miel a Viña, nos alojamos tres días cerca del rodoviario, con vista a un pantano llamado Marga-Marga. Desde entonces, cada vez que siento olor a cloaca me dan ganas de echar un polvo.”
Rina, dueña de hogar.

“Ahora casi ya no se encuentra en ninguna parte, pero el olor a Metapío me recuerda cuando nos fuimos a mochilear con mi pololo de tercero medio al Perú. Nos fuimos en bus hasta Lima. En el trayecto del terminal a la playa, el copiloto de una combi me reventó un dedo del pie con un portazo. En la misma combi me pasaron a dejar a urgencias de un hospital donde me trataron muy bien y no me cobraron nada. Me quedé una semana en reposo en un hotel parejero y después volví a Chile porque ese año, no recuerdo porqué, nos adelantaron la entrada a clases.”
Morelia, estudiante de trabajo social

“El olor a bilis me recuerda Mendoza. A los 16 años, durante el viaje de estudio, me pasé toda una noche vomitando, borracho, en compañía del guatón flores que no tomaba. Hace poco tiempo pude volver a sentir esa experiencia cuando viajé con Los de Abajo a una eliminatoria a esa misma ciudad. Me senté en la plaza Sarmiento a recordar mis años escolares.”
Juan José, vendedor de seguros.

“Cuando chico fui una vez a acampar con los scouts de la parroquia de mi barrio. Hicimos un viaje precioso a una explanada de ferrocarriles en San Bernardo, en las noches nos despertaban los trenes, y en el día jugábamos a apedrearlos. Cuando nos metíamos dentro de las carpas y nos sacábamos los zapatos, salía un olor a pata super fuerte. Ahora que trabajo de tío del Sename me acuerdo de los trenes de San Bernardo cuando me toca hacer que los cabros se acuesten.”
Pedro, técnico en rehabilitación social

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1/5/09

Gatos, arañas, monreros y triquiñuelas

(Breve obra de teatro sin desenlace, inspirada en la vida real)

PERSONAJES


EL INSPECTOR
RAMÓN
PATRICIO
EL HERMANO CHICO DEL MEJOR AMIGO DE PATRICIO
EDUARDO
UN CORO ENARDECIDO

ESCENA 1

En la oficina del inspector, éste sentado y Ramón de pie, erguido, frente al escritorio.

EL INSPECTOR: Ramón, ¿sabes porqué te mandé llamar?
RAMÓN: ¿Para qué sería?
EL INSPECTOR: Vino una apoderada, la mamá del niño belga. Dice que le estaba haciendo la mochila a su hijo, anoche, cuando le encontró seis talonarios de almuerzo, nuevos. El belga le dijo que entre varios compañeros se habían robado un fajo de talonarios de la tesorería, y que tú estabas metido en el grupo.
RAMÓN: ¿Seis no más?
EL INSPECTOR: ¿Cómo te enteraste?
RAMÓN: No estoy reconociendo nada, yo.
EL INSPECTOR: Recién fui a tu sala y con el profesor jefe revisamos tu mochila. Adivina qué encontramos.
RAMÓN: No, si esa mochila no es mía.
EL INSPECTOR: Tu profesor dijo que esa era la tuya, y tiene escrito tu nombre con liquid paper.
RAMÓN: Oiga, no, na’ que ver. Si yo uso esta pura mochilita chica no más.
EL INSPECTOR: Ramón, adentro están tus libros y tus cuadernos. Y eso que andas trayendo ahí es un banano, no una mochila.
RAMÓN: ¿Ah?
EL INSPECTOR: No te hagas el tonto, Ramón.
RAMÓN: ¡Oiga, inspector, créame! Yo nunca vi esos talonarios, se lo juro, alguien que me quiere cagar me los puso en mi mochila.
EL INSPECTOR: Hablé con la tesorera, dice que revisó el mueble de los materiales y que faltan ciento trece talonarios nuevos. Y la secretaria dice que ayer te pasó las llaves para que sacaras los materiales del Centro de Alumnos.
RAMÓN: De repente pregúntele al Pato, ¿sabe? Él hizo la lista de los materiales, a mí me llevaron para dar una opinión no más, que los papelógrafos de cartulina o de kraft, los plumones rojos o verdes, los cedés o los devedés…
EL INSPECTOR: ¿Y los dieciocho talonarios que hay en tu mochila?
RAMÓN: Ya le dije, esa mochila no es mía. Alguien que me quiere cagar me puso esos diecinueve talonarios en mi mochila.
EL INSPECTOR: Espérate en la salita y dile a Patricio que pase.
RAMÓN: ¿Puedo ir al baño?
EL INSPECTOR: Apúrese.

Ramón sale apurado.

ESCENA 2

Entra Patricio y se queda de pie, encorvado, frente al escritorio del inspector.

EL INSPECTOR: Patricio, estamos buscando una cosa que se perdió.
PATRICIO: ¿Cuáles talonarios, inspector?
EL INSPECTOR: (A sí mismo) ¿Yo dije talonarios?
PATRICIO: ¿Ah?
EL INSPECTOR: La secretaria y el Ramón dicen que tú te hiciste cargo, ayer, de sacar del mueble los materiales para el Centro de Alumnos. Se desparecieron más de cien talonarios de almuerzo, encontramos dieciocho en la mochila de Ramón y la mamá del belga le encontró seis a su hijo. Hacen veinticuatro.
PATRICIO: ¿Dieciocho? Puta el huevón güiña.
EL INSPECTOR: ¿Puedes repetir eso?
PATRICIO: No, nada.
EL INSPECTOR: ¿Patricio?
PATRICIO: Nada, nada, si yo no quería.
EL INSPECTOR: ¿Patricio, con cuántos talonarios te quedaste tú?
PATRICIO: ¡Míreme la mochila, inspector, yo ya no tengo nada!
EL INSPECTOR: Ya la revisamos, con tu profesor jefe. No encontramos nada.
PATRICIO: ¡Ah! ¿No vio?

En ese instante se asoma por la puerta de la inspectoría el hermano chico del mejor amigo de Patricio.

HERMANO CHICO DEL MEJOR AMIGO DE PATRICIO: Permiso, vengo a decirle una cosa al Pato. Oye, toma tu bolsa con las cuestiones, poh, pesan un kilo.
PATRICIO: Escúrrete, piojo. No te conozco.
EL INSPECTOR: ¿A ver? Entrégueme a mí esa bolsita.

El inspector vacía la bolsa sobre su escritorio, caen varios talonarios.

EL INSPECTOR: ¿Y esto? Uno, dos, tres… Catorce talonarios. Más dieciocho, más seis, hacen treinta y ocho.
PATRICIO: Oiga, inspector, yo no conozco a este petiso.
HERMANO CHICO DEL MEJOR AMIGO DE PATRICIO: ¿Qué te pasa, mentiroso? Te voy a acusar con mi hermano.
PATRICIO: Te voy a pegar, enano. Después no andís llorando.
EL INSPECTOR: ¡Ramón! ¡Pasa!

Entra Ramón. El hermano chico del mejor amigo de Patricio se arrima hacia un rincón de la oficina y no se mueve más.

RAMÓN: (A Patricio) ¿Cómo va todo, Patriquiñuela?
PATRICIO: (A Ramón) Aquí poh, Ramonrero.
EL INSPECTOR: Respóndanme los dos: ¿dónde están los… setenta y tantos talonarios que faltan?
RAMÓN: Setenta y cinco.
PATRICIO: ¿Desde cuándo tan bueno para las matemáticas? Con razón erís tan cuadrado, poh. Anda a plancharte el uniforme, mejor será.
RAMÓN: ¿Qué onda, Patrolo? ¿Querís guerra?
PATRICIO: No, Monchito. Después hablamos.

Baja la intensidad de las luces.

ESCENA 3

Suena un aria del himno del colegio. Sube la intensidad de las luces. Entra Eduardo

EDUARDO: ¿Me mandó llamar, señor inspector?
RAMÓN: Llegó el Eduaraña. (A Eduardo) Ven que te van a hacer unas preguntas.
PATRICIO: (A Eduardo) ¿Vos te quedaste, ayer, con la llave del mueble de los materiales, cierto?
EDUARDO: El mueble de los materiales… el mueble de los materiales… ¡Ustedes son los encargados de los materiales!
EL INSPECTOR: Eduardo, ¿quién cerró ayer el mueble después de que sacaron los materiales para el Centro de Alumnos?
EDUARDO: ¿Cerró?
EL INSPECTOR: ¿Quién lo cerró, Eduardo? Cerrar, poner llave…
EDUARDO: O sea, yo ví la puerta abierta y le eché llave no más. Pero no me quedé con ningún talonario.
EL INSPECTOR: ¿Yo dije talonario? (Guarda silencio un instante) A ver, Eduardo, ¿si no te quedaste con ningún talonario, ellos con cuántos se quedaron?
EDUARDO: ¿Se quedaron?
EL INSPECTOR: Sí, Eduardo, quedarse, apropiarse… ¿Con cuántos talonarios se quedaron ellos?
EDUARDO: Pregúnteles a ellos, poh. Yo no soy compañero de ellos, yo soy del B y ellos son del A.
RAMÓN: Mire, inspector, ellos dos son amigos del Centro de Alumnos, ellos son los responsables de los materiales. Yo no tengo na' que ver con el Centro de Alumnos. Yo organizo el concurso de volantines, no más.
PATRICIO: (A Ramón) Oye, encúmbrate a otra persona, no te conviene cagarme.
EDUARDO: (A Patricio) Ayer, vos estabai a cargo de ir a buscar los materiales, no me metai en tus jueguitos. Búscate otro piloto.
PATRICIO: (A Eduardo) Sí, pero las llaves yo te las pasé a vos.
RAMÓN: ¿Vio, inspector? Yo na’ que ver en todo esto. Yo fui para ayudarlos a que no se equivocaran, no más. Pero yo no metí las manos dentro del mueble.
PATRICIO: Yo tampoco las metí. Además, las saqué al tirante después de Ramón y le pasé las llaves al Eduaraña. El que le puso llave al mueble que responda.
RAMÓN: (A Eduardo) Responde, poh.
PATRICIO: (A Eduardo) Eso lo dijo el Ramón, que conste.
EDUARDO: (A Patricio) Traidor. Ya te las vas a ver con mi papi.
PATRICIO: ¿Con tu papi? Ja, ja.
EDUARDO: ¿Qué querís decir con eso?
PATRICIO: Pregúntale a tu hermana.

El inspector se pone de pie y golpea el escritorio con ambas manos.

EL INSPECTOR: ¡Ya basta! Eduardo, ¿donde están las llaves del mueble?
EDUARDO: No las tengo yo, inspector. Se las pasé al Ricartera.
EL INSPECTOR: ¿Él también estaba con ustedes cuando fueron a sacar los materiales?
EDUARDO: No, ¿quién?
PATRICIO: Llegó cuando ya nos habíamos ido.
RAMÓN: Con ese yo no me meto.
EL INSPECTOR: ¡Ya, pues! Los voy a pasar a los tres al consejo de disciplina.
EDUARDO: (A Ramón y Patricio) Apechuguen, poh. Si quedo condicional no me puedo presentar de nuevo al Centro de Alumnos, poh. ¿Ustedes quieren eso?
PATRICIO: ¿Apechugar qué cosa, loco? Si vos cerraste con llave el mueble. Si viste que faltaba algo, ¿porqué no dijiste nada?
EDUARDO: Porque no vi nada, poh, tenía los ojos cerrados cuando le eché llave al mueble.
RAMÓN: Yo tampoco vi los talonarios en la caja cerrada, inspector.
PATRICIO: Yo tampoco vi la caja medio abierta, esa.
RAMÓN: Inspector, sabe que vaya a preguntarle al Belgato, mejor. ¿Porqué no lo mandó llamar a él, también? ¿Ah?
EL INSPECTOR: Ya hablé con el belga, contó todo. ¿Porqué no me dicen la verdad? Él es más valiente que ustedes.
RAMÓN: Es que se cree europeo.
EL INSPECTOR: ¿Cómo dijo?
PATRICIO: ¿Me hablaste, Ramón?
EDUARDO: Inspector, sabe que tengo que irme a visitar a los abuelitos del hogar de ancianos. El Ricartera arrendó una micro y están todos los chiquillos esperándome afuera.

Se oye UN CORO ENARDECIDO que canta “Chile, la micro no llega, ¿donde estará la micro?”.

EL INSPECTOR: Quédese aquí no más, parece que la micro no ha llegado.
EDUARDO: Me voy a patita entonces, permiso.

Eduardo sale corriendo antes que el inspector lo alcance a atajar. Ramón y Patricio se miran y plantan la carrera.

EL INSPECTOR: ¡¿Adonde van ustedes dos, caramba?!

Ramón y Patricio se detienen y se miran de nuevo.

EL INSPECTOR: No se me mueven de aquí hasta que se sepa toda la verdad ¿De dónde sacaron estos talonarios? ¿Donde están los setenta y cinco que faltan?
RAMÓN: (A Patricio) ¿Qué hacemos?
PATRICIO: (A Ramón) Te vendo mis catorce a mitad de precio.
RAMÓN: (A Patricio) Nica. A un tercio, pa’ callao.

Se apagan las luces.

ESCENA 4

Oscuridad total. De fondo, durante largo rato, se oye el griterío del recreo. Suena la campana, se hace silencio, no pasa nada durante largo rato. Se oye caer el telón pero nadie lo ve porque está muy oscuro. Se encienden las luces.

Final de la obra.

29/4/09

Micro-funa, segunda parte

La historia de Edwards me trajo a la memoria otra acción justiciera que realicé hace muchos años atrás, andando en Metro. Íbamos con mi hermano camino a casa de nuestros padres. Se liberaron dos asientos al lado nuestro y los ocupamos en breve. Entonces él me dijo, una vez sentados, que el tipo canoso y encorbatado de pie junto a nosotros era Rolf Lüders. Me lo dijo en jerigonza para que no nos entendieran.
- Epesepe viepejopo epes Ro-polf Lu-pu-de-pers, dijo pronunciando lentamente el nombre para no enredarse con el trabalenguas.
- ¿Quiépen?, respondí.
- Ro-polf Lu-pu-de-pers, insistió, cuidando su pronunciación.
Hay casos en que los códigos no sirven para encriptar un mensaje. En éste, en concreto, al revés de lo que mi hermano pretendía, la sonoridad del nombre propio se mantuvo casi intacta a pesar de la jerigonza, y el personaje se sintió interpelado y se giró a mirarnos. Para peor, se produjo otro fiasco que es que yo no logré descifrar el nombre del susodicho. En otras palabras, la estrategia de mi hermano falló por donde se la mire. Y como el tipo no nos quitaba la vista de encima, mi hermano se puso incómodo y me susurró “huevón”, como culpándome por la situación.
Yo no quería dejar la cosa a medias y le respondí “repepipitepe epel nopombrepe”. Entonces él decidió cambiar de clave y desempolvar viejos recuerdos de cuando éramos escultistas.
- Ruin ocioso libre feliz, libre único didáctico excepcional rápido sincero, recitó.
Me costó descifrarlo pues me pilló de sorpresa y de primeras no retuve las iniciales. Levanté los hombros en señal de incertidumbre. Repitió su mensaje. Entonces por fin capté su nombre. No era la primera vez que oía hablar de aquella persona pero su historia no me reflotaba para nada. Y como no me manejaba bien con la clave de los adjetivos, decidí jugar al "verre", sistema que solíamos usar cuando pequeños para evitar que nuestros padres entendieran nuestras conversaciones.
- ¿El sinoase? ¿El eneicé?, dije, en lugar de “asesino” y “CNI”.
- ¡No! El dronla, el que se borró llonesmi en los ñosas chentao, me corrigió.
Ahí recobré la memoria, no la de los años ochenta cuando yo aún era un niño preocupado de los dibujos animados, sino que la de mis tiempos de universitario, cuando me tocó estudiar las privatizaciones y la Crisis de la Deuda. Este tipo había sido Ministro de Hacienda y de Economía de Pinochet y se lo acusaba de una estafa millonaria que hizo quebrar al Banco de Chile. Incluso pasó una temporada en la cárcel. Pero después le echaron tierra al asunto y la causa permaneció inmóvil por más de veinte años, hasta que le absolvieron.
Para cuando logré resolver las adivinanzas que me atareaban, el tren se estaba deteniendo en nuestra estación. Mi hermano y yo nos pusimos de pie para dirigirnos hacia la puerta del carro y el tipo aprovechó de ocupar mi puesto. Respiré hondo y me hice de valor para encararlo pues nada me frustra más que toparme con los oscurantistas de la dictadura y dejarlos circular impunemente por la vida. Entonces me hice el sorprendido de verlo, como si le conociera íntimamente, y lo saludé de palabra con un sonoro “¡Rolf Lüders, tanto tiempo!”. Él comprendió de inmediato mis intenciones y se giró hacia la ventanilla, no dándose por aludido. Pero yo ya había comenzado mi performance y había gente que me miraba, y que lo miraba a él, por voyerismo o porque su nombre no les resultaba del todo extraño.
- ¿Cuándo saliste de la cárcel?, agregué, apuntándole con el dedo para aclararle las dudas a un par de pasajeros que me miraba como preguntando que a quién me estaba yo dirigiendo. Y cuando ya habíamos salido del carro y estábamos parados en el andén, me puse frente a su ventana y lancé mi última estocada, a grito pelado.
- ¿Devolviste la plata que te robaste durante la dictadura?
Mi hermano se retorcía de una carcajada nerviosa, a mí me temblaban las piernas, y dentro del tren quedaban varios pasajeros atónitos y unos pocos sonrientes que discretamente me hicieron señas de complicidad. Recién cuando se terminaron de cerrar las puertas del carro comenzó a deshacérseme el nudo en el estómago y pude respirar plenamente. Llegamos adonde mis padres excitados y aún algo nerviosos. Por el camino, de tanto reírnos recordando los detalles de la anécdota, me meé ligeramente los pantalones.

Micro-funa, primera parte

El otro día me encontré a Agustín Edwards en una de esas clínicas hoteleras del barrio alto de Santiago. Se le veía sano, el viejo es alto, camina rápido. De seguro andaba visitando a alguien. Nos encontramos de frente, yo saliendo del ascensor, y él entrando. Lo seguía un guardaespaldas. Nuestras caras estuvieron a pocos centímetros la una de la otra durante un pequeño lapso de tiempo y, justo cuando se alinearon nuestras miradas, le dije, despacito pero crudamente, en algo más que un murmullo, “viejo asqueroso”. Nos sostuvimos la mirada otro par de segundos, la mía fue más penetrante que la suya, no por eso con aspavientos de odio, sólo con seguridad. La suya fue una mirada débil, la situación no se le hizo cómoda pero tampoco reaccionó.
El guardaespaldas ni nadie vio ni oyó nada, fue algo que sucedió entre Edwards y yo. Fue una comunicación cerrada, privada, secreta. Duró sólo segundos pero él y yo construimos en ese instante un vínculo directo y exclusivo. Un sistema clausurado, un puente entre su consciencia y la mía. Y yo invadí su territorio, gané gracias a mi anonimato, a la sorpresa, a mi discreción, a mi hipocresía. Dentro de ese micro-mundo de rapidez, de susurro, de adaptabilidad, sus dólares, su periódico, sus contactos, no sirven de nada. En ese espacio él está sólo y desamparado.
Después de eso me sentí liviano y tomé el pasillo caminando con la espalda recta y a zancadas, sonriente. Me desabroché un botón de la camisa desnudando un poco el pecho, estaba acalorado. Me llené de energía, me atravesó los músculos una cosquilla de éxito. Fui asertivo, fui impío, fui sutil. Él, en cambio, se adentró en una angustia oscura, claustrofóbica, metálica, durante los seis segundos interminables que duró su descenso al primer piso. ¿Quién es ese tipo?, se preguntó. ¿Qué sabe de mí? ¿Porqué no levantó la voz? ¿Lo tenía planeado?
Al día siguiente nos enfrentamos de nuevo, cruzando en sentidos contrarios una mampara que separa la unidad de recuperación de la sala de espera. Nuevamente yo salía y él entraba. Nuestras miradas se volvieron a topar. Yo sonreí suave pero perversamente, no con la boca sino con los ojos. A él se le levantaron las cejas de impresión pero fue incapaz de decir palabra. ¿Qué me va a decir ahora?, pensó. ¿De qué me va a acusar? ¿Porqué no dice nada? No atinó a seguir caminando, sólo a desviar la vista. Yo me detuve a sostenerle la hoja de la puerta a la mujer que lo acompañaba. Me sentía a mis anchas mientras él se encogía en la incomodidad del reencuentro, queriendo alejarse y dejarme en el olvido. Pero nuestro micro-mundo ya lo habíamos creado la primera vez que nos vimos y la relación perduraba, como una conjura. La mujer lo hizo reaccionar, le dijo “entremos”, y él atinó a avanzar, con paso rendido, como un animal que, cada noche, es encerrado en su establo. Se enclaustró en sus pensamientos, en su conciencia sucia, en el miedo a la soledad, en su vida mohosa. Yo salí a la calle a caminar bajo el sol, a pensar en lo que haría esa noche, en quiénes vería, en cómo les contaría de mi venganza en contra del traidor, del cómplice de Pinochet, del mozo de la CIA, y de la miseria humana que representa.