Estudié en un colegio privado donde la efeméride más importante de todas era la conmemoración de la toma de la Bastilla que marca el inicio de la Revolución Francesa y de las vacaciones escolares de invierno. En las semanas previas a la interrupción de las clases, entre las lluvias y el frío, se llevaban a cabo ceremonias institucionales, concursos de artes plásticas, obras de teatro, proyecciones en 16mm y charlas de visitantes inesperados. Los profesores orientaban sus cursos y horarios en función de aquella evocación histórica. Nos hacían aprender algún pasaje de Los Miserables o alguna canción contestataria de época, escribir trabajos para los cursos de historia, de literatura o para la revista del colegio, o dibujar a girondinos y jacobinos discutiendo acaloradamente en la Asamblea. Un grupo de trabajos manuales fabricó una guillotina a escala real para el bicentenario.
Rememorar la rebelión de un pueblo contra su soberano, descuerar las tiranías, deslegitimar el poder religioso o estudiar la declaración universal de los derechos humanos no eran cuestiones banales en dictadura. Aquello era un evento pedagógico sumamente político y protestatario que sacaba de quicio a numerosos pinochetistas de la comunidad. Pero la mayoría del estudiantado nos sentíamos mobilizados y aprendíamos a tender un puente con la realidad política chilena. Por lo mismo, siempre miré con rechazo nuestras efemérides nacionales, escritas ellas por la historia militar, narradas para obedecer a la autoridad, represoras y no libertarias. Las principales celebraciones chilenas narran episodios que, a fin de cuenta, nos hablan de la victoria de las élites militares, políticas, religiosas y económicas. Son eventos de legitimación del poder. La excepción que confirma la regla es la conmemoración del Golpe de Estado de 1973 que, lejos de constituir un evento aglutinante, es objeto de una apasionada división entre dos proyectos de sociedad: la libertad versus la obediencia.
Desde siempre, la efeméride que más me ha violentado es la celebración de la Batalla Naval de Iquique, que dio inicio a la Guerra del Pacífico que le valió a Chile la apropiación de un vasto territorio, rico en guano y en salitre, otrora soberanía de Bolivia y del Perú, para su explotación por parte de capitales ingleses. Mediante esta guerra, Chile avanzó su frontera norte en más de seis paralelos, algo así como setecientos kilómetros, y despojó a Bolivia de sus cerca de trescientos kilómetros de costa y al Perú de otros tantos. Pero la invasión militar propiamente tal fue mucho más lejos. El ejército chileno llegó hasta la ciudad de Lima y más allá, a mil trescientos kilómetros al norte de su frontera original al sur de Antofagasta, y en su retirada asesinó y violó población civil y saqueó la ciudad despojándola de incuantificables riquezas. Algunas de ellas las vemos todos los días sin reparar en su procedencia. Muchas plazas chilenas están adornadas con estatuas de marmol y de bronce y con fuentes de agua en fierro forjado de preciosa hechura que hace poco más de un siglo formaban parte del paisaje urbano de Lima.
Justamente, por estos días, los liceanos chilenos se encuentran ensayando sus desfiles marciales con motivo de la conmemoración de esta guerra ocurrida hace ciento treinta años. En las ciudades y en los pueblos, con especial fervor en los puertos y aglomeraciones costeras del centro y norte del país, niños y adolescentes de liceos fiscales se calzan el correaje de cuero blanco por encima del uniforme escolar y empuñan tambores, flautines, tubas, cornetas, banderas patrias y cachiporras para salir a marchar por las calles al paso de retumbantes sones militares.
Por mi barrio han pasado diariamente durante la última semana y no he podido evitar salir a la calle a mirarlos. Van rigurosamente ordenados según edades y género. Los acompañan sus profesores quienes, avanzando y reculando a un costado de las columnas, les van dando consignas sobre la coreografía y el ritmo. Caminan media hora o tres cuartos de hora desde el liceo ubicado a medio cerro hasta la plaza de la Comandancia de la Armada. A los muchachos y muchachas se les ve concentrados en su tarea, orgullosos y bien erguidos. Hoy han desfilado bajo una intensa llovizna y no ha parecido importarles. De igual forma, desde hace poco más de un mes, se oyen coros y flautas dulces interpretando himnos militares durante las clases de música: uno de ellos es el himno de Yungay que reza “Cantemos la gloria del triunfo marcial que el pueblo Chileno obtuvo en Yungay”, en alusión a la victoria chilena en territorio peruano durante la Guerra contra la Confederación peruano-boliviana, antecedente directo de la Guerra del Salitre.
Ambos sucesos, la Toma de la Bastilla y la Batalla Naval de Iquique, representan mitos fundacionales para las naciones que las conmemoran. Para los franceses, aquella encarna la soberanía popular. Para los chilenos, ésta encarna la soberanía militar. Francia es un país cuyo factor de congregación es la política, la discusión, y la crítica al poder. Mediante sus mitos, el pueblo francés adquiere valor de ciudadano y se empodera de sus instituciones políticas. Chile, en cambio, es un país que se congrega en torno a la guerra en contra de sus vecinos y que construye su identidad nacional por rivalidad. El pueblo chileno adquiere valor de vasallo, se forma obedientemente detrás de sus emblemas de armas. Esto es válido también para el modo en que enfrentamos las competencias deportivas o los diferendos diplomáticos.
En pocos días más, las calles de esta ciudad porteña estarán ocupadas por militares de a de veras y por escolares militarizados. En sus cerros, cual cajas de resonancia, retumabarán arias de batalla e himnos nacionalistas. Los habitantes se transformarán en un público admirativo y orgulloso de este circo pulcro y poderoso que acompaña la cuenta pública anual que el presidente detalla ante el Congreso pleno. Como cada año, volveremos a dar vida a nuestra condición plebeya y a nuestro espíritu obediente. Lo único que me alivia es saber que en las calles aledañas al Parlamento habrá profesores en huelga y trabajadores sindicalizados gritando a los cuatro vientos sus reivindicaciones económicas y sus desacuerdos con el poder. Aunque las fuerzas del orden público los repriman violentamente, como es tradición, al menos habrá habido un sector del país para el cual desafiar políticamente a las autoridades importa más que el enaltecimiento de campañas militares que representan las peores expresiones del nacionalismo chileno y que rememoran los crímenes brutales, el expansionismo territorial, la exfoliación del patrimonio cultural y el poder del capital extranjero que fundan nuestra identidad chilena y nuestra precaria relación con bolivianos y peruanos. Quiera el futuro que algún día seamos capaces de repensar nuestra identidad nacional desde la civilidad y no más desde el militarismo.
Rememorar la rebelión de un pueblo contra su soberano, descuerar las tiranías, deslegitimar el poder religioso o estudiar la declaración universal de los derechos humanos no eran cuestiones banales en dictadura. Aquello era un evento pedagógico sumamente político y protestatario que sacaba de quicio a numerosos pinochetistas de la comunidad. Pero la mayoría del estudiantado nos sentíamos mobilizados y aprendíamos a tender un puente con la realidad política chilena. Por lo mismo, siempre miré con rechazo nuestras efemérides nacionales, escritas ellas por la historia militar, narradas para obedecer a la autoridad, represoras y no libertarias. Las principales celebraciones chilenas narran episodios que, a fin de cuenta, nos hablan de la victoria de las élites militares, políticas, religiosas y económicas. Son eventos de legitimación del poder. La excepción que confirma la regla es la conmemoración del Golpe de Estado de 1973 que, lejos de constituir un evento aglutinante, es objeto de una apasionada división entre dos proyectos de sociedad: la libertad versus la obediencia.
Desde siempre, la efeméride que más me ha violentado es la celebración de la Batalla Naval de Iquique, que dio inicio a la Guerra del Pacífico que le valió a Chile la apropiación de un vasto territorio, rico en guano y en salitre, otrora soberanía de Bolivia y del Perú, para su explotación por parte de capitales ingleses. Mediante esta guerra, Chile avanzó su frontera norte en más de seis paralelos, algo así como setecientos kilómetros, y despojó a Bolivia de sus cerca de trescientos kilómetros de costa y al Perú de otros tantos. Pero la invasión militar propiamente tal fue mucho más lejos. El ejército chileno llegó hasta la ciudad de Lima y más allá, a mil trescientos kilómetros al norte de su frontera original al sur de Antofagasta, y en su retirada asesinó y violó población civil y saqueó la ciudad despojándola de incuantificables riquezas. Algunas de ellas las vemos todos los días sin reparar en su procedencia. Muchas plazas chilenas están adornadas con estatuas de marmol y de bronce y con fuentes de agua en fierro forjado de preciosa hechura que hace poco más de un siglo formaban parte del paisaje urbano de Lima.
Justamente, por estos días, los liceanos chilenos se encuentran ensayando sus desfiles marciales con motivo de la conmemoración de esta guerra ocurrida hace ciento treinta años. En las ciudades y en los pueblos, con especial fervor en los puertos y aglomeraciones costeras del centro y norte del país, niños y adolescentes de liceos fiscales se calzan el correaje de cuero blanco por encima del uniforme escolar y empuñan tambores, flautines, tubas, cornetas, banderas patrias y cachiporras para salir a marchar por las calles al paso de retumbantes sones militares.
Por mi barrio han pasado diariamente durante la última semana y no he podido evitar salir a la calle a mirarlos. Van rigurosamente ordenados según edades y género. Los acompañan sus profesores quienes, avanzando y reculando a un costado de las columnas, les van dando consignas sobre la coreografía y el ritmo. Caminan media hora o tres cuartos de hora desde el liceo ubicado a medio cerro hasta la plaza de la Comandancia de la Armada. A los muchachos y muchachas se les ve concentrados en su tarea, orgullosos y bien erguidos. Hoy han desfilado bajo una intensa llovizna y no ha parecido importarles. De igual forma, desde hace poco más de un mes, se oyen coros y flautas dulces interpretando himnos militares durante las clases de música: uno de ellos es el himno de Yungay que reza “Cantemos la gloria del triunfo marcial que el pueblo Chileno obtuvo en Yungay”, en alusión a la victoria chilena en territorio peruano durante la Guerra contra la Confederación peruano-boliviana, antecedente directo de la Guerra del Salitre.
Ambos sucesos, la Toma de la Bastilla y la Batalla Naval de Iquique, representan mitos fundacionales para las naciones que las conmemoran. Para los franceses, aquella encarna la soberanía popular. Para los chilenos, ésta encarna la soberanía militar. Francia es un país cuyo factor de congregación es la política, la discusión, y la crítica al poder. Mediante sus mitos, el pueblo francés adquiere valor de ciudadano y se empodera de sus instituciones políticas. Chile, en cambio, es un país que se congrega en torno a la guerra en contra de sus vecinos y que construye su identidad nacional por rivalidad. El pueblo chileno adquiere valor de vasallo, se forma obedientemente detrás de sus emblemas de armas. Esto es válido también para el modo en que enfrentamos las competencias deportivas o los diferendos diplomáticos.
En pocos días más, las calles de esta ciudad porteña estarán ocupadas por militares de a de veras y por escolares militarizados. En sus cerros, cual cajas de resonancia, retumabarán arias de batalla e himnos nacionalistas. Los habitantes se transformarán en un público admirativo y orgulloso de este circo pulcro y poderoso que acompaña la cuenta pública anual que el presidente detalla ante el Congreso pleno. Como cada año, volveremos a dar vida a nuestra condición plebeya y a nuestro espíritu obediente. Lo único que me alivia es saber que en las calles aledañas al Parlamento habrá profesores en huelga y trabajadores sindicalizados gritando a los cuatro vientos sus reivindicaciones económicas y sus desacuerdos con el poder. Aunque las fuerzas del orden público los repriman violentamente, como es tradición, al menos habrá habido un sector del país para el cual desafiar políticamente a las autoridades importa más que el enaltecimiento de campañas militares que representan las peores expresiones del nacionalismo chileno y que rememoran los crímenes brutales, el expansionismo territorial, la exfoliación del patrimonio cultural y el poder del capital extranjero que fundan nuestra identidad chilena y nuestra precaria relación con bolivianos y peruanos. Quiera el futuro que algún día seamos capaces de repensar nuestra identidad nacional desde la civilidad y no más desde el militarismo.
No estoy de acuerdo contigo. Trabajo sobre la enseñanza de la historia, y las efemérides, en su globalidad, me parecen aberrantes, atentatorias para una visión comprensiva de la historia y su impacto en el presente, cuna de chauvinismo pasados a caca, aquí y en la quebrada del ají. Hasta hace unas décadas los franceses enseñaban historia igual que todos, hablaban de franceses evocando a los galos, como si el país existiese desde antes de su conformación histórica. El relato patrio guardaba silencio sobre las vergüenzas nacional y ponía el acento en las “glorias”. Ocupaban a los “grandes hombres” como imperativos éticos, personificadores del bien y el mal. Hablaban de valores nacionales (como si por nacer en un lugar uno viniera con virtudes intrínsecas) y de la "gran familia". Y como en todas partes la historia patria no era más que el relato unívoco de la nación hacia la gloria y el progreso, que buscaba la cohesión nacional y no formar ciudadanos relativamente concientes (no sé por qué, pero me imagino que la visión de la revolución que recreaban debe haber estado bien hermoseada)
ResponderEliminarEn todo caso, el equivalente chileno de la revolución es la celebración de la independencia, y los valores que se supone que representan no son muy distintos. Lo que sí creo, es que por allá han aprendido un poco más que por acá (bueno tiene dos guerras mundiales en el cuerpo, ocupación alemana incluida). En lo que si estoy de acuerdo es que ese tipo de historia sigue mucho más vivo acá que allá (piensa que chucha harían las profesoras de básica en Chile si les quitas las efemérides), ya que por estos lados pareciera que cuesta comprender los efectos perversos de los nacionalismos y la intolerancia.
Me esperaba un comentario de historiador, y agradezco que hayas sido tú, Rena. En efecto, no hago ninguna crítica a las efemérides francesas pero concuerdo contigo en que toda efeméride es una manipulación chauvinista y nacionalista de la historia. Pero tampoco idealizo la francesidad, sólo cuento cómo se vivía el 14 de julio en mi colegio. Hay tres razones que hacían que adhiriéramos a esa conmemoración: el hecho de ser niños y vulnerables a los relatos, el factor dictadura (la contradicción entre lo que se nos enseñaba y el contexto del país era abismante y evidente), y el hecho de no ser nacionales del país cuya efeméride celebrábamos (lo que no nos hacía sujetos de orgullo galo sino que nos ponía ante un fenómeno ajeno).
ResponderEliminarEso sí, no estoy de acuerdo contigo en que el equivalente de la Revolución Francesa en Chile sea la Independencia. Eso también es una manipulación de los relatos oficiales. Otra cosa es que la primera haya influído a la segunda. Y tampoco creo que el equivalente de la Revolución Francesa sea la guerra del pacífico, no creo haber afirmado eso. Lo que sostengo es que la identidad nacional, si acaso existe algo llamado así, en Francia está vinculada al mito de la revolución, y en Chile a la guerra del pacífico.
Muy de acuerdo de la totalidad de tu comentario. Y es cierta, a mi juicio, la diferenciación que haces entre las bases de la tan mentada identidad nacional en ambos casos. Ahora bien, ojo con el 18 de septiembre, cuyo simbolismo es mucho más profundo de lo que parece. Toma en cuenta que Chile es casi el único país de latinoamerica que no celebra carnaval. Acá ese espacio es ocupado por las fiestas patrias (en brasil, el día de la independencia es un feriado tan relevante como para mi la asunción de la virgen), lo que no es menor. Toda latinoamerica tira la casa por la ventana en una festividad de origen religioso, mientras que acá lo hacemos para "el cumpleaños de la patria". Si bien es cierto que la identidad se ha relacionado mas con el 21 de mayo, la efeméride nacional por excelencia son las fiestas patrias.
ResponderEliminarOtra cosa interesante, según sé (a través de bibliografía, por lo que alguién que haya vivido en europa me lo puede refutar), los actos cívicos y las efemerides son un artefacto pedagógico americano (de toda américa)y no una práctica europea (he conversado con profesores españoles que se asombran de estos rituales en estas latitudes- saludo a la bandera, canto del himno patrio y demáses-), por lo que lo que tocó vivir a ti en la alianza pareciera ser una curiosa muestra de sincretismo, algo así como "ya que por acá hacen esto, hagamos nuestra propia versión con nuestra propia carga política". Quizás eso explique la relevancia del contexto que tu señalas.
Tengo un amigo guatemalteco que me dijo una vez, dos puntos abre comillas, lo ùnico que aglutina a la gente en Guate es el paisaje y la comida, nada mâs, cierre comillas. A lo que yo, acto seguido, respondî furtivamente, cômo!!! Y qué fué de vuestras guerras decimonônicas contra los estados vecinos por el apoderamiento de los recursos???? Respuesta, no tenemos de esas, cuate.
ResponderEliminarAñado un comentario suelto aunque contingente. Me da la impresiôn que en Francia nadie tiene idea de quienes son los galos. Habîan pasado al lado oscuro de la historia tras la manipulaciôn chauvinista de la nobleza del siglo antepasado (ver la obra de Boulainvilliers, o mâs didâcticamente ver el capîtulo II.1 de la obra titulada El Imperialismo, escrita por la Hannitah Arendt). Crîtica de soslayo, a la planta de profesores del Instituto de Historia de la PUC: no debo preparar un curso de un semestre basândome en ese capîtulo de dicha obra, plagiando la investigaciôn, dândomelas de "chita que soy culto cabrito" sin mencionar siquiera una vez el nombre de la Hannitah.
En fin, esto de la manipulaciôn, no sé...
Si Francia tiene en tanta estima su revoluciôn, es también por que se olvidan de los momentos en que se han cuadrado marcialmente detrâs de los uniformes: pregûntele a Vichy; para nadie es un misterio que la Francia colaboracionista era ampliamente mayorîa. O a De Gaulle, cuanta oposiciôn encontrô para ir a hacer la guerra en Argelia??? (Napoleôn no puede entenderse con los mismos conceptos).
Todas esas realidades son maleables.
Es mâs, su majestad Sarkozy el año pasado impuslô un proyecto que se llamaba algo asî como "enseñanza positiva del colonialismo", para que los hijos de inmigrantes conozcan todo el bien que Francia le hizo a sus paîses de orîgen (y para que los franceses, como llamarlos, dueños de casa, sepan cômo deben seguir colonizando las mentes del tercer mundo, instaladas hace décadas en su territorio, donde ellos (los dueños de casa) son minorîa).
Es bueno el parelelo entre guerra, carnaval y 18. Habrían entonces tres formas de la efeméride: la religioso-carnavalesca (donde por unos días los poderes se invierten, todo es caos y desborde, -manjar de antropólogos- para quedar, después, las cosas tal cual), la descolonizadora-independentista (inspirada en 1789 y de corte republicano) y la colonizadora-expansionista (Guerra del Pacífico y todos los expansionismos de fines del XIX, orgullo militar, vergüenza civil).
ResponderEliminarLa X a despejar entonces sería saber cuán separados están curas, milicos y ciudadanos. Y lo que se capta es que en el momento mismo en que se funda el civismo está cayéndole la guillotina al soberano, y tan militarmente como en Lima, se están persiguiendo curas. La violencia que da origen al ciudadano y sus derechos (que pasan inexplicablemente los del Hombre) está plagada de sacrificialidad y liturgia. Marat es tan mártir como Cristo... o Arturo Prat.
Yo creo que Milicios, Curas y Ciudadanos, sobre todo en nuestro continente sin nobleza, están mucho más enredados de lo que pareciera y cada uno vive denunciando monstruosidades ajenas, como para exorcizar las propias. Así es como, la diputada Allende pudo perfectamente pedir que se le cambie el nombre de la ruta CH-11 donde murieron las niñas del colegio de los legionarios de Cristo a ruta "Cumbre de Nueve Ángeles".
En fin, creo que mi tendencia a hacia la Plaza, antes que al Monasterio o al Cuartel, hacia la conversa antes que a la plegaria o a la orden, tiene menos que ver con el orgullo -o el derecho- Ciudadano que con la sensación minimalista de humanidad común, o sea, esa cosa llena de pifias y que no es ni cagando lo más bacán que le pudo ocurrir al planeta (que es lo que cierto espíritu ciudadano todavía cree).
Joaquin
Al parecer yo me perdí de todo eso, cuando chica fui a un colegio medio hippie en que celebrábamos la fiesta de San Juan, los solsticios y hueas así... nunca escuché el himno nacional (aunque me sé el himno de la alegría de memoria), ni hice dibujos de la Esmeralda...
ResponderEliminarEso si, me acuerdo de haber visitado el Huáscar y encontrarlo un chiste, y eso que tenía como diez años, pero mi hermano chico alucinó. Entre otras cosas le preguntó a mi vieja que con que se tropezaban todos los chilenos, porque nuestro guía repetía a cada rato, aquí cayó xx... aquí cayó Arturo Prat...
Con la Nini bajamos al comedor, donde están los cuadros de todos los personajes en cuestión, y ella le gritó a mi hermano que bajara, que aquí estaba Arturo Prat y mi hermano todo emocionado gritó de vuelta "está vivo o muerto!!!??"...
Elvira
A propósito de profesores de historia de la Puc que paran cursos a partir de un sólo libro, y ni siquiera lo citan. Gazmuri hacía un curso sobre la Guerra Civil española. El curso era entretenido, las interpretaciones coherentes y hasta la anécdotas (especialidad del profesor, junto con jotear a las estudiantes guapas)sabrosas y significativas. Bueno la cosa es que el curso no era más que el libro de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil, la misma estructura, las mismas interpretaciones y hasta las mismas anécdotas.
ResponderEliminarBueno el post Tukiman. Más allá de lo que acá se discute, me gustaría resaltar la prosa elegante y la clara exposición de ideas que en él desarrollas. Comparto experiencias y recuerdos similares a los que tú describes, y concuerdo con Joaquín en que muchas veces las capas o estratos o ser-algo se confunden. ¿Sabías que en la mitad de mi curso no tenían ni idea quién era Víctor Jara? Víctor Jara, que para algunos de nosotros ya es poco menos que un cliché, para muchos de mis compañeros de aula era un revolucionario que andaba en el Congo con el Ché... Enfin... Efemérides del surrealismo mundial. Nada de realismo mágico latinoamericano ni naturalismo francés. Puro surrealismo mundial broth. Un abrazo,
ResponderEliminarPablo